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nada; los suicidios menudeaban; pero los partos felices mucho más. Crecía la población que era un gusto, y por ahí no se iba a ninguna parte.

El suicidio en grandes masas se había ensayado varias veces, pero no bastaba. Además, las sociedades de suicidas o voluntarios de la muerte, que se habían creado en diferentes épocas, daban pésimos resultados; siempre salíamos con que los accionistas y los comanditarios de buena fe pagaban el pato, y los gestores sobrevivían y quedaban gastándose los fondos de la sociedad. El caso era encontrar un medio para realizar el suicidio universal.

Los Gobiernos de todos los países se entendieron con Judas Adambis, el cual dijo que lo primero que necesitaba era un gran empréstito, y además, la seguridad de que todas las naciones aceptaban su proyecto, pues sin esto no revelaría su secreto ni comenzarían los trabajos preparatorios de tan gran empresa.

Aunque ya no había Inglaterra hacía mucho tiempo, pues se la había tragado el mar siglos atrás, no faltaban políticos anglómanos, y hubo quien sacó a relucir el hábeas corpus como argumento en contra. Otros, no menos atrasados, hablaron de la representación de las minorías. Ello era que no todos, absolutamente todos los hombres aceptaban la muerte voluntaria.

El Papa, que vivía en Roma, ni más ni menos que San Pedro, dijo que ni él ni los Reyes podían estar conformes con lo del suicidio universal; que