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lón del Gran Aparato, sentáronse los esposos en un trono, en sendos sillones; alrededor los comisionados, y, en silencio todos, esperaron a que sonaran las doce en un gran reloj de cuco, colocado detrás del trono. Delante de éste había una mesa pequeña, cuadrada, con tabla de marfil. En medio de ésta, un botón negro, sencillísimo, atraía las miradas de todos los presentes.

El reloj era una primorosa obra de arte.

Estaba fabricado con material de un extraño pedrusco que la ciencia actual permitía asegurar que era procedente del planeta Marte. No cabía duda; era el proyectil de un cañonazo que nos habían disparado desde allá, no se sabía si en son de guerra o por ponerse al habla. De todas suertes, la tierra no había hecho caso, votado como estaba ya el suicidio de todos.

La bala o lo que fuera se aprovechó para hacer el reloj en que había de sonar la hora suprema. El cuco era un esqueleto de este pajarraco. Entonces se le dió cuerda. No daba las medias horas ni los cuartos. De modo que sonaría por primera y última vez a las doce.

Judas miró a Evelina con aire de triunfo a las doce menos un minuto. Entre los comisionados ya había cinco o seis muertos de miedo. Al comisionado español se le ocurrió que iba a perder la corrida del próximo domingo (los toros de invierno eran ya tan buenos como los de verano y viceversa) y se levantó diciendo... que él adoptaba el retraimiento y se retiraba. Adambis, sonriendo, le