Página:El Señor y lo demás son cuentos (1919).djvu/147

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advirtió que era inútil, pues lo mismo estallaría su cerebro en la calle que en el puesto de honor. El español se sentó, dispuesto a morir como un valiente.

¡Plin! Con un estallido estridente se abrió la portezuela del reloj y apareció el esqueleto del cuco.

—¡Cucú, cucú!

Gritó hasta seis veces, con largos intervalos de silencio.

—¡Una, dos!

Iba contando el doctor.

Evelina Apple fué la que miró entonces a su marido con gesto de angustia y algo desconfiada.

El doctor sonrió, y por debajo de la mesa que tenía delante dió a su mujer la mano. Evelina se asió a su marido como a un clavo ardiendo.

—¡Cucú...! ¡Cucú!

—¡Tres!... ¡Cuatro!

—¡Cucú, cucú!

—¡Cinco! ¡Seis!... Adambis puso el dedo índice de la mano derecha sobre el botón negro.

Los comisionados internacionales que aún vivían, cerraron los ojos por no ver lo que iba a pasar, y se dieron por muertos.

Sin embargo, el doctor no había oprimido el botón.

La yema del dedo, de color de pipa culotada, permanecía sin temblar rozando ligeramente la superficie del botón frío de hierro.

—¡Cucú! ¡Cucú!