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—Supongo que usted será el demonio... como la otra vez.

—Sí, señora; pero créame usted a mí: debe usted comer de estas manzanas y hacer que coma su marido. No digo que después serán ustedes iguales que dioses; nada de eso. Pero la mujer que no sabe imponer su voluntad en el matrimonio, está perdida. Si ustedes comen, perderán ustedes el Paraíso; ¿y qué? Fuera están las riquezas de todo el mundo civilizado a su disposición... Aquí no haría usted más que aburrirse y parir...

—¡Qué horror!

—Y eso por una eternidad...

—¡Jesús! No lo quiera Dios. Venga, venga; y Evelina se acercó al árbol, arrancó una, dos, tres manzanas, y las fué hincando el diente con apetito de fiera hambrienta.

Desapareció la serpiente, y a poco volvió Adambis... sin truchas.

—Perdóname, mona mía, pero en ese río... no hay truchas...

Evelina echó los brazos al cuello de su esposo.

Él se dejó querer.

Una nube de voluptuosidad los envolvió luego.

Cuando el doctor se atrevió a solicitar las más íntimas caricias, Evelina le puso delante de la boca media manzana ya mordida por ella, y con sonrisa capaz de seducir a Saia Muní, dijo:

—Pues come.

—¡Vade retro!—gritó Judas, poniéndose en salvo de un brinco—. ¿Qué has hecho, desdichada?