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—Bah, la Nieves segura está. Los tiene así (juntando por las yemas los dedos de ambas manos). No es milagro. ¿Hay chica más esbelta en todo el pueblo? ¿Y bailar? ¿No es la perla del casino cuando la emprende con el vals corrido, sobre todo si la baila el secretario del Gobierno militar Pacorro?

Caín se había quedado serio y un poco pálido. Sus ojos fijos veían a la hija menor de su amigo, de blanco, escotada, con media negra, dando vueltas por el salón colgada de Pacorro... A Nieves no la pellizcaba él nunca; no se atrevía, la tenía un respeto raro, y además, temía que un pellizco en aquellas carnes fuera una traición a la amistad de Abel; porque Nieves le producía a él, a Caín, un efecto raro, peligroso, diabólico... Y la chica era la única para volver locos a los viejos, aunque fueran íntimos de su padre. "¡Padrino, baila conmigo!" ¡Qué miel en la voz mimosa! Y ¡qué miradonas inocentes... pero que se metían en casa! El diablo que pellizcara a la chica. Valiente tentación había sacado él de pila...

—Nieves—prosiguió Abel—se casará cuando quiera; siempre es la reina de los salones; a lo menos, por lo que toca a bailar.

—Como bailar... baila bien—dijo Caín muy grave.

—Sí, hombre; no tiene más que escoger. Ella es la esperanza de la casa.—Ya ves, Dios premia a los hombres sosos, honrados, fieles al decálogo, dándoles hijas que pueden hacer bodas dis-