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no es la palabra: se había marchitado sin cambiar, no había engordado, era esbelta como antes, ligera, felina, ondulante; bailaba, si había con quien, frenética, cada día más apasionada del vals, más correcta en sus pasos, más pavorosa, pero arrugada, seca, pálida; los años para ella habían sido como tempestades que dejaran huella en su rostro, en todo su cuerpo; se parecía a sí misma... en ruinas. Los jóvenes nuevos ya no la conocían, no sabían lo que había sido aquella mujer en el vals corrido; en el mismo salón de sus antiguos triunfos, parecía una extranjera insignificante. No se hablaba de ella ni para bien ni para mal; cuando algún solterón trasnochado se decidía a echar una cana al aire, solía escoger por pareja a Nieves. Se la veía pasar con respeto indiferente; se reconocía que bailaba bien, pero ¿y qué? Nieves padecía infinito, pero, como su hermana, la segunda, no faltaba a un baile. ¡Novio!... ¡Quién soñaba ya con eso! Todos aquellos hombres que habían estrechado su cintura, bebido su aliento, contemplado su escote virginal... etc., etc., ¿dónde estaban? Unos de jueces de término a cien leguas; otros en Ultramar haciendo dinero; otros en el ejército sabe Dios dónde; los pocos que quedaban en el pueblo, retraídos, metidos en casa o en la sala de tresillo. Nieves, en aquel salón de sus triunfos, paseaba sin corte entre una multitud que la codeaba sin verla...

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