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Tan excelente le pareció a D. Abel el pernil que Caín le enseñó en casa de éste, y que habían de devorar juntos de tarde en la Fuente de Mari-Cuchilla, que Trujillo, entusiasmado, tomó una resolución, y al despedirse hasta la hora de la cita, exclamó:

—Bueno, pues yo también te preparo algo bueno, una sorpresa. Llevo la manga de café, lleva tú puros; no te digo más.

Y aquella tarde, en la fuente de Mari-Cuchilla, cerca del obscurecer de una tarde gris y tibia de otoño, oyendo cantar un ruiseñor en un negrillo, cuyas hojas inmóviles parecían de un árbol-estatua, Caín y Abel merendaron el pernil mejor que dió de sí cerdo alguno nacido en Teverga. Después, en la manga que a Trujillo había regalado un pariente voluntario en la guerra de Cuba, hicieron café..., y al sacar Caín dos habanos peseteros..., apareció la sorpresa de Abel. Momento solemne. Caín no oía siquiera el canto del ruiseñor, que era su delicia, única afición poética que se le conocía.

Todo era ojos. Debajo de un periódico, que era la primera cubierta, apareció un frasco, como podía la momia de Sesostris, entre bandas de paja, alambre, tela lacrada, sabio artificio de la ciencia misteriosa de conservar los cuerpos santos incólumes; de guardar lo precioso de las injurias del ambiente.

—¡El benedictino!—exclamó Caín en un tono religioso impropio de su volterianismo. Y al in-