Página:El Señor y lo demás son cuentos (1919).djvu/194

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corporarse para admirar, quedó en cuclillas como un idólatra ante un fetiche.

—El benedictino—repitió Abel, procurando aparecer modesto y sencillo en aquel momento solemne en que bien sabía él que su amigo le veneraba y admiraba.

Aquel frasco, más otro que quedaba en casa, eran joyas riquísimas y raras, selección de lo selecto, fragmento de un tesoro único fabricado por los ilustres Padres para un regalo de rey, con tales miramientos, refinamientos y modos exquisitos, que bien se podía decir que aquel líquido singular, tan escaso en el mundo, era néctar digno de los dioses. Cómo había ido a parar aquel par de frascos casi divinos a manos de Trujillo, era asunto de una historia que parecía novela y que Caín conocía muy bien desde el día en que, después de oirla, exclamó: ¡Ver y creer! Catemos eso, y se verá si es paparrucha lo del mérito extraordinario de esos botellines. Y aquel día también había sido el primero de la única discordia duradera que separó por más de una semana a los dos constantes amigos. Porque Abel, jamás enérgico, siempre de cera, en aquella ocasión supo resistir y negó a Caín el placer de saborear el néctar de aquellos frascos.

—Estos, amigo—había dicho—los guardo yo para en su día.—Y no había querido jamás explicar qué día era aquél.

Caín, sin perdonar, que no sabía, llegó a olvidarse del benedictino.