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ellas, viviendo según el espíritu de una especie de evangelismo estético, que se desprendía, como un aroma, de las doctrinas y de las frases del crítico artista, del crítico apóstol. Se hablaron, se trataron; fueron amigos. La Serrano los miraba y se sonreía; estaba enterada; conocía el entusiasmo de Juana por Baluarte; un entusiasmo que, en su opinión, iba mucho más lejos de lo que sospechaba Juana misma... Si al principio los triunfos de la González la alarmaron un poco, ella, que también progresaba, que también aprendía, no tardó mucho en tranquilizarse; y de aquí que, si la envidia había nacido en su alma, se había secado con un desinfectante prodigioso: el amor propio, la vanidad satisfecha; Juana, pensaba Petra, siempre tendrá la irremediable inferioridad de la voz, siempre será La Ronca; el capricho, el alambicamiento podrán encontrar gracia a ratos en ese defecto..., pero es una placa resquebrajada, suena mal, no me igualará nunca.

En tanto, la González procuraba aprender, progresar; quería subir mucho en el arte, para desagraviar en su persona a su marido olvidado; seguía las huellas de su ejemplo; ponía en práctica las doctrinas ocultas de Pepe, y además se esmeraba en seguir los consejos de Baluarte, de su ídolo estético; y por agradarle a él lo hacía todo; y hasta que llegaba la hora de su juicio, no venía para Juana el momento de la recompensa que merecían sus esfuerzos y su talento. En esta vida llegó a sentirse hasta feliz, con un poco de remor-