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dimiento. En su alma juntaba el amor del muerto, el amor del arte y el amor del maestro amigo. Verle casi todas las noches, oirle de tarde en tarde una frase de elogio, de animación, ¡qué dicha!

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Una noche se trataba con toda solemnidad en el saloncillo de la Serrano la ardua cuestión de quiénes debían ser los pocos artistas del teatro Español a quien el Gobierno había de designar para representar dignamente nuestra escena en una especie de certamen teatral que celebraba una gran corte extranjera. Había que escoger con mucho cuidado; no habían de ir más que las eminencias que fuera de España pudieran parecerlo también. Baluarte era el designado por el ministro de Fomento para la elección, aunque oficialmente la cosa parecía encargada a una Comisión de varios. En realidad, Baluarte era el árbitro. De esto se trataba; en otra compañía ya había escogido; ahora había que escoger en la de Petra.

Se había convenido ya, es claro, en que iría al certamen, exposición o lo que fuese, Petra Serrano. Baluarte, en pocas palabras, dió a entender la sinceridad con que proclamaba, el sólido mérito de la actriz ilustre. Después, no con tanta facilidad, se decidió que la acompañara Fernando, galán joven que a su lado se había hecho eminente de veras. En el saloncillo estaban las principales partes de la compañía, Baluarte y otros dos o tres