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sias y monasterios, y a las damas ilustres por su piedad y alcurnia, riquísimas preseas, que él bendecía, y cuya confección había presidido como artista enamorado del vil metal, en cuanto material de las artes.

Al comenzar el año, enviaba a los altos dignatarios, a los príncipes ilustres, sombreros y capas de honor; cuando nombraba un cardenal, le regalaba el correspondiente anillo de oro puro y bien macizo; mas su mayor delicia, en punto a esta liberalidad, consistía en bendecir, antes de las Pascuas, el domingo de Lætare, el domingo de las Rosas, las de oro, cuajadas de piedras ricas, que, montadas en tallos de oro también, dirigía con sendas embajadas, a las reinas y otras damas ilustres, a las iglesias predilectas y a las ciudades amigas. Tampoco de los guerreros cristianos se olvidaba, y el buen pastor enviaba a los ilustres caudillos de la fe, estandartes bordados, que ostentaban, con riquísimos destellos de oro, las armas de la Iglesia y las del papa, la efigie de algún santo.

La única pena que tenía el papa, a veces, al desprenderse de estas riquezas, de tantas joyas, era el considerar que acaso, acaso, iban a parar a manos indignas, a hombres y mujeres cuyo contacto mancharía la pureza del oro.

¡Las rosas de oro, sobre todo! Cada vez que se separaba de una de estas maravillas del arte florentino, suspiraba, pensando que las grandezas de la cuna, el oro de la cuna, no siempre servían