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para inspirar a los corazones femeniles la pureza del oro.

"¡En fin, la diplomacia...!" exclamaba el papa, volviendo a suspirar, y despidiéndose con una mirada larga y triste del amarillo foco de luz, sol con manchas de topacios y esmeraldas que imitaban un rocío.

Y a sus solas, con cierta comezón en la conciencia, se decía, dando vueltas en su lecho de anacoreta:

"¡En rigor, el oro tal vez debiera ser nada más para el Santísimo Sacramento!"

***

Una tarde de abril se paseaba el papa, como solía siempre que hacía bueno, por su jardín del Vaticano, un rincón de verdura que él había escogido, apoyado en el brazo de su familiar predilecto, un joven a quien prefería, sólo porque en muchos años de trato no le había encontrado idea ni acción pecaminosa, al menos en materia grave. Iba ya a retirarse, porque sentía frío, cuando se le acercó el jardinero, anciano que se le parecía, con un ramo de florecillas en la mano. Era la ofrenda de cada día.

El jardinero, de las flores que daba la estación, que daba el día, presentaba al Padre Santo las más frescas y alegres cada tarde que bajaba a su jardín el amo querido y venerado. Después el papa depositaba las flores en su capilla, ante una imagen de la Virgen.