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—Tarde te presentas hoy, Bernardino—dijo el Pontífice al tomar las flores.

—¡Señor, temía la presencia de Vuestra Santidad... porque... tal vez he pecado!

—¿Qué es ello?

—Que por débil, ante lágrimas y súplicas, contra las órdenes que tengo..., he permitido que entrase en los jardines una extranjera, una joven que, escondida, de rodillas, detrás de aquellos árboles, espía al Padre Santo, le contempla, y yo creo que le adora, llorando en silencio.

—¡Una mujer aquí!

—Pidióme el secreto, pero no quiero dos pecados; confieso el primero; descargo mi conciencia... Allí está, detrás de aquella espesura... es hermosa, de unos veinte años; viste el traje de las Oblatas, que creo que la han acogido, y viene de muy lejos... de Alemania creo...

—Pero, ¿qué quiere esa niña? ¿No sabe que hay modo de verme y hablarme... de otra manera?

—Sí; pero es el caso... que no se atreve. Dice que a Vuestra Santidad la recomienda en un pergamino, que guarda en el pecho, nada menos que la santa matrona romana que toda la ciudad venera; mas la niña no se atreve con vuestra presencia, y segura de su irremediable cobardía, dice que enviará a Vuestra Santidad, por tercera persona, un sagrado objeto que se os ha de entregar. Beatísimo Padre, sin falta. "Yo me vuelvo a mi tierra—me dijo—sin osar mirarle cara