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con frialdad, a ratos con señalado disgusto. Comprendió Víctor que a la dama se le ocurrían objeciones que no exponía, pero que tenía presentes para su conducta. Estupefacto y airado vió el seductor una mañana a su discípula sentada junto al académico que pescaba panchos, mientras su esposa leía el libro de siempre, y lo leía hacia la mitad. Es decir, que había vuelto a empezar la lectura, que repasaba lo leído. ¡Y con qué avidez lo leía! Los ojos le echaban chispas; la mejillas las tenía encendidas. Al llegar Víctor cerró el volumen de repente, lo escondió bajo el chal, y mirando a Carrasco con dulzura y simpatía, se le cogió del brazo que sujetaba la caña.

—Suelta, mujer, que me quitas el tiento—dijo el sabio.

Y ella soltó, sonriendo, pero no obedecía las señas de Víctor, que, como otras veces, pedían paseos filosóficos, un poco de excursión peripatético-erótica.

Tanto terreno iba perdiendo el escritor abstinente, que llegó a la situación desairada del que tiene que apagar la caldera de la pasión elocuente por no caer en ridículo ante la frialdad que le rodea.

Llegó el día en que no pudo emplear siquiera el lenguaje fervoroso, transportado de su misticismo vidente; y entonces fué cuando, con un realismo brutal, impropio de los antecedentes, declaró su amor desesperado, batiéndose en vergonzosa fuga...