y consentía que los muchachos del pueblo cabalgasen sobre él. Este extremo de mansedumbre es muy frecuente en nuestros leones o coguares; en el colegio de Monserrat en Córdoba teníamos uno en libertad, más manso que una oveja.
Después de estos hechos, no me sorprendí al leer en Cuvier, que en París, en la casa de fieras, había un tigre americano tan manso, que se allegaba a recibir los halagos de las personas que lo iban a ver; y también encontré muy creíble el caso curiosísimo referido por Humboldt, que copiaré aquí porque corrobora mi opinión sobre la índole de los animales de nuestro delta.
"Algunos meses antes de nuestra llegada, un tigre que creían joven, había herido a un niño que jugaba con él; me sirvo con seguridad de una expresión que debe parecer extraña, habiendo podido verificar en los mismos lugares unos hechos que no son sin interés para la historia de las costumbres de los animales. Un niño y una niña de ocho a nueve años, ambos indios, estaban un día sentados en la yerba cerca de la villa de Atures, en medio de una sabana que nosotros hemos atravesado muchas veces. Sobre las dos de la tarde, un tigre sale del bosque, se aproxima a los niños dando saltos al rededor de ellos y ocultándose, unas veces entre las altas gramíneas, y saliendo otras con la cabeza baja y el cuerpo arqueado a la manera de nuestros gatos. El muchacho ignoraba el peligro en que se hallaba, pero pareció conocerlo en el momento en que el tigre le dio algunas manotadas sobre la cabeza, que, aunque leves en el principio, fueron sucesivamente más fuertes. Las uñas del tigre hieren al muchacho, y la sangre corre de las heridas; la niña entonces toma una rama de un árbol y castiga al animal que