yaguaratés o tigres del bajo Paraná, lejos de atacar al hombre, evitan cuanto pueden su encuentro. Así que, no es raro encontrar isleños que han envejecido en los montes sin haber visto jamás un tigre, aunque muchas veces hayan visto sus recientes huellas.
La facilidad con que se amansan y familiarizan estos cuadrúpedos, es otra prueba de que no son tan feroces como se cree. Si no fuese por el recelo que inspira la presencia de un animal tan fuerte y tan temido, no seria necesario tener en jaula ni aun atados los tigres bien domesticados.
He conocido uno comprado por mi padre en Santa Fé, tan manso y tan dócil, que cualquiera lo manejaba con un cordelito, y nunca se le tuvo enjaulado ni se le cortaron las uñas ni los dientes. Era adulto y de gran tamaño; se dejaba manosear por todos los de la casa; una negra que lo cuidaba, solía retozar y revolcarse abrazada con el tigre, como pudieran hacerlo dos perrillos juguetones. Habiéndose trasladado mis padres a Buenos Aires, el yaguareté, como miembro de la familia, fué también de los del equipaje. Cuando desembarcamos, el tigrazo iba en un carro junto con la negra, mirando con indiferencia la muchedumbre de curiosos que lo seguían por las calles de esta ciudad. Yo que marchaba al lado del convoy, iba diciendo para mí: Ahora se convencerán todos éstos, de que no es tan bravo el tigre como lo pintan.
Otro caso notable de domesticidad, entre otros muchos que podría referir, es el de un tigre que había en Coronda (villa de Santa Fe), tan sumamente manso, que solían dejarlo suelto por el ejido,