A las habas del seibo las dotó de la misma gravedad específica del agua para que fuesen fácilmente trasladadas por el líquido, y detenidas en los juncales donde debían germinar; e hizo además bisexas las flores de este árbol para asegurar su fructificación.
Con el ombú ha seguido la naturaleza un plan opuesto. En primer lugar, ha hecho de él una planta dióica, es decir, que tiene los sexos separados en individuos distintos; de modo que para que el ombú hembra pueda dar semilla, no sólo necesita tener un ombú macho inmediato, sino que una brisa favorable o algún insecto alado en la época precisa, lleve el polen sobre las flores femeninas. Dado que se logre la fecundación, siendo su fruta incomible, no apetecida por las aves, y no teniendo ninguna facilidad para mudar de sitio, debe germinar al pie del mismo ombú, donde muy luego la tierna planta parece ahilada por la densidad de la sombra; y las que por cualquier accidente logran nacer al aire libre, generalmente mueren por los hielos del invierno.
Si así no fuese, si el ombú tuviera la facultad reproductiva de los otros vegetales, no existieran hoy las pampas; serían un terreno perdido para la agricultura; las cubriría una selva impenetrable de ombúes que rechazarían toda tentativa, todo esfuerzo humano para la ocupación útil del suelo. ¡Cuánto trabajo, gastos y años de fatiga no le cuesta al norteamericano el desmonte de sus bosques, aunque sean de maderas utilizables! ¿Con qué provecho se podría talar un monte, cuya