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mayor parte sin armas para su defensa, y sin más abrigo para pasar la noche, que una débil choza, durmiendo muchas veces al raso. Tampoco hay temor de encontrar tigres en las islas anegadizas.

Tan seguros están los carapachayos de que no hay peligro alguno de fieras de ninguna especie en la parte inferior del delta, que sus mujeres andan con frecuencia solas y con sus niños, en pequeñas canoas, internándose por los arroyos, y penetrando a pie por los bosques más espesos, en busca de duraznos o naranjas. Este hecho, que yo he presenciado muchas veces, es la prueba más concluyente contra la existencia de los tigres en esta parte del delta. Digo expresamente en esta parte, porque es indudable que en la parte superior y demás islas, río arriba, y aun en toda la costa firme, los hay, aunque en corto número. La causa por que no se encuentran en las islas inferiores, es la misma que se opone a la propagación de otras especies de cuadrúpedos que no sean anfibios; es la frecuencia de las inundaciones que en pocos días los ahuyentarían, y ahogarían a sus cachorros.

Esto no impedirá que de tarde en tarde cruce por el bajo delta algún tigre de los que se alejan de sus guaridas, huyendo de los cazadores, o bien encarnizado él mismo en perseguir su caza. Menos rara que en las islas es en las poblaciones de la costa la presencia de algunos tigres desgaritados. Las ciudades de Santa Fé, Montevideo y Buenos Aires han tenido algunas veces esos huéspedes; pero ellos no vienen de las islas, sino de los montes y pajonales de tierra firme, donde no hay inundaciones que los molesten y donde tienen ganados para su alimento. Con el aumento de la población se van haciendo más raras estas visitas, y como hemos dicho antes, los