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Edmundo Montagne

dula en la casa toda, que es quizá la atmósfera del mundo, pero que ella, solamente ella, mi novia ciega, la siente ahora intensa y absoluta en los dominios completos de su ser.

—Ya están prontas — susurro.

Mientras tomo las guitarras, Haydée lleva a su vez sus manos sonámbulas a mis cabellos, y al contacto de ellas, dulcísimo y errante y sobrehumano contacto, un fresco de alba desconocido regocija mis sienes febriles.

En sus faldas de linos tiernos, doblemente blandos con la ternura del alma de Haydée que los impregna; en sus faldas, sobre las que su cuerpo se ha plegado, arrebújase como en un regazo materno la postrera vibración de la guitarra que le he dado.

El asiento de Haydée, cercano al mío, es como un escabel. Tengo a mi amada casi a mis pies. Se la creyera una mora con su laud.

Y si yo he retirado la cabeza de entre sus manos, es porque éstas buscan el diapasón de la guitarra donde divagan a poco los breves dedos torneados y candorosos.

¡Su sonrisa!... ¿Qué me promete su sonrisa?

¿Qué me promete? Es más que el contento suavísimo de siempre, lo que me augura, sin duda. Miro a la abuela por ver si ella me revela algo. Pero la viejecita, apartada de nosotros, aprovecha la luz de la ventana para continuar su labor de aguja.

Ha levantado sus ojos cansinos y nos mira con la satisfacción habitual.