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Edmundo Montagne

Sus rizos de bronce fúlgido le caen sobre los hombros. Sus grandes ojos inteligentes se abren con temerosa alegría.

¡Empieza, empieza! insiste la abuela, que olvida en las faldas la costura.

1 Yo noto que Haydée pronuncia más la cadencia y hace más insinuante el aire gentil del minué.

Comprendo que la niña, hija de aquel desliz de la prima alejada, la niña sola a quien protege la santidad de la abuela, ha de bailar la fina danza, y deduzco en ello el punto álgido de la sorpresa que se me tenía preparada.

—Ya! ¡Bien! ¡ Sigue! concluye la abuela, viendo a la niña vaporosa bailar. Gracia, distinción, leve gesto de sus manitas tomando las faldas aéreas; todo, todo ha debido ser indicado por la anciana, gran dama que fuera en salones patricios, allá por los tiempos del Restaurador.

—¡Así, rica, así!

repite.

La danza ha de concluir. La niña respira agitada de gozo y cansancio. Veo que Haydés anuncia el final. Y terminamos a una. Se ensancha y expira en derredor nuestro la vibración como una aureola del sonido.

Tanyra ríe, y corre a esconder su deleitoso rubor entre los brazos de la abuela.

El milagroso silencio que ha rodeado nuestra sonora abstracción, rómpese al pronto con los cantos que vienen de la poblada pajarera del patio. Dijérase que las familiares aves canoras clamorean el