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El cerco de pitas

rigía su rostro conmovido hacia el niño que, desde allá arriba, después de haber sido olvidado un rato, descendía en el trapecio, descorrido lentamente en las roldanas.

El varoncito estaba pálido, inmóvil, los ojos sin mirada. Parecía que hubiese quedado yerto de un recio golpe en el corazón.

En vez del grueso colchón elástico sobre el cual caían los trapecistas, una vez terminadas sus pruebas, fulgía, a los fulgores de las ampollas eléctricas, el púrpura de la sangre.

Dos metros antes de llegar allí, unas manos desprendieron al niño del trapecio.

II

Hoy el señor de la butaca 15 se halla en efecto en el sitio de siempre. Sólo que alguien habla con él. Es un periodista.

—De modo que usted me afirma que saldrá el niño? pregunta al señor.

—Con toda seguridad. Pero no veo por qué ha de hacer su diario por eso una crónica de escándalo.

Yo le garantizo a usted que Delfí, el zingaro malabarista, a las órdenes del cual desde ahora viajará sólo el niño, ha querido disuadirlo. El niño dice que es cuestión de amor propio profesional. Ha de salir a trabajar como siempre. Qué quiere, amigo:

eso a mi me emociona y suscita mi admiración como un verdadero acto heroico.