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Edmundo Montagne

A mi... — iba a replicar el periodista, después de observar con interés el rostro de granadero retirado del señor de la butaca 15.

Pero, descorrido el telón, apareció el niño sentado con naturalidad en el trapecio, a veinte metros de altura. No hay red abajo: tal como indica el programa.

—¡Eh! ¡ Bárbaros!

—¡Huifff!

—¡Afuera!

— Asesinos!

Un clamor de protesta tiende a generalizarse entre los espectadores.

El niño no comienza, pues el clamor sube de punto.

Entonces Delfí aparece en el escenario, y, como puede, en su media lengua castellana, explica el caso. Es un rasgo de entereza del niño, que se cree en débito con el público, como buen trapecista que es.

La sensación heroica de que hablara antes el señor de la butaca 15, recorre, a la explicación aquella, el cuerpo múltiple de ese inmenso ser misterioso y sorpresivo que se llama público. Un silencio de respeto se hace en él. Y el niño comienza.

Y es el remolino vertiginoso de vueltas, sobre el palo—eje; y es la vertical de todo el cuerpo, sobre el mismo eje, los brazos rígidos, y desde allí el desliz subitáneo, finalizado y detenido cuando sólo quedan en el trapecio la punta de los pies, con las cuales se agarra. Y, con tal actitud, es ahora la agu-