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Edmundo Montagne

No tanto por los autógrafos, sino por lo que me digan.

Sin ser visto, Adolfo, el tío cuarentón, observaba a Rufo: lo vió cortado; le tenía estima; pensó que Berta en sus quince primaveras era terrible, y, solterón descreído en materia de amor, se halló puesto de parte del mozo, que juzgó poco menos que desarmadopreguntó al ami— Ya le largaron el fardo?

go como por chanza.

Berta comprendió que había sido oída. Su rubor fué tan escaso que su tío no se lo perdonó.

— Album de colegiala, amigo Rufo! Cópiele alguna fábula de Samaniego — le consejaba al bajar las escaleras para desmerecerle la gravedad del compromiso.

Y así diciendo pudo certificar el verdadero aprieto en que Berta acababa de poner al mozo. Tan fué cierto, que su visita casi diaria se dilató, a partir de esta última, lo suficiente para dejar obrar a Adolfo.

De voluble y parlanchina que estuvo después de la entrega del álbum, Berta fué quedando callada y pensativa. A qué respondería la dilación de Rufo? ¿Se interesaba tanto por ella que le era difícil expresarlo?

Tio Adolfo pudo medir el grado de pretensión de la provocadora. Recorrió además los cuartos de la casa comprobando en el sentir de sobrinos y hermanas la razón del silencio de Berta; y cuan-