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Edmundo Montagne

su alma abatida quizá para siempre. Su andar lento, dificil, lo acusaba.

Sfianco sintió que no podría mantenerse derecho diez pasos más. ¿Cuántos años hacía que sus achaques lo agobiaban? Contra todo ese largo tiempo de encogimiento y crueles ataques de gota, no lograría gran cosa su reciente alarde de orgullo. Descendió pues con los obreros. Pero mientras ellos se alejaban bulliciosos, como lo hubiera hecho un mes antes su último hijo, él posaba un pie tras otro en cada grada y quedaba rezagado.

¡Su último hijo!... La angustia de todos esos días tornaba. Sacudió su cabeza y volvió espaldas a los obreros. El iría por lejos del espigón desde donde se zambullían los bañistas. El no podía ser como ellos tampoco, como ninguno. Confundido con un atorrante, sabiéndose enfermo, solo, completamente solo como se hallaba en el mundo, la soledad sería en adelante su única ambición.

Ambuló junto a la baranda, sobre una tablazón crujiente, vieja como él. Su vagar por ahí, la vista de las inmensas aguas bronceadas, las lejanas brumas, el olor a humedad, el chapoteo del manso oleaje, despertaron en Sfianco los recuerdos de su arribo a la Argentina. Traía entonces tanta ilusión que por un momento volvió a sentirse deslumbrado. Enjugóse una lágrima con el dorso de la mano, y subyugado por la antigua maravilla, por la visión de conquista que le hizo cruzar el océano, salvó la baranda y sentóse en el borde de la empalizada