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Edmundo Montagne

socio. Honores decía que su vida era cara; que él no era como los Sfianco; que estaba muy ligado a la sociedad, a la clase distinguida, llena de compromisos; que su mujer, que sus hijas, en fin...

Pero él repondría todo lo sacado.

Honores llevó a la ruina al tío. Y él, Sfianco el chico, con su mujer y su hijito, sin un solo peso moneda nacional, sin media lira, fueron donde iba el tío, quien se agarró como de un posible salvavidas de una recomendación de Honores para una comandancia de la frontera, allá junto a los indios.

La pulpería entre semibárbaros y salvajes prosperaba. Aguardiente, yerba mate, conservas, a cambio cueros y ganados: todo era lucro. Cinco años así. El tío Giulio regresó a Buenos Aires. Grandes jugadas de bolsa lo excitaron, lo enloquecieron. Dicen que perdió su fortuna. Desapareció.

¿Volvió a Italia, se internó en el Africa? Nadie sabía nada a ciencia cierta.

El, en cambio, no progresó en la frontera. El tenía un corazón demasiado blando, una sensibilidad desatinada. El hasta llegó a escribir a los diarios porteños refiriendo las atrocidades cometidas con el nativo. La viruela, que se llevó a su mujer y al menor de sus tres hijos; su fracaso como tratante en cualquier cosa de aquellas que daban tanto dinero; su viudez; sus muchachos, hombrecitos ya y sin escuela, le hicieron malbaratar la pulpería. En Buenos Aires, empero, volvió a poner negocio. Desconfiando asociarse para emprender alguna indus-