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El cerco de pitas

tria, abrió un boliche que daba al zaguán del inquilinato donde halló a la criolla cachacienta que cuidó de sus hijos. Uno de éstos, Francisco, murió cuando se diplomaba de escribano. El otro, Lorenzo, forjador, mecánico, artesano inteligente, se ausentaba durante meses requerido por su trabajo. En el Rosario, se casó. Y otra vez la desgracia cernida sobre el batido hogar. ¡ Maldito pleito de condominio el que lo dejó de nuevo en la miseria, presa ya del terrible mal de la gota! Consoladoramente, llevaba ahora tres años de apoyo en la ayuda de Lorenzo. Y ¡bárbaro destino!, la reciente huelga da fin con él: Lorenzo muere poco menos que fusilado en medio de la calle.

Sfianco se estremeció de espanto ante la cruel realidad que lo aplastaba. Vió que la noche había cerrado desolante y misteriosa como su suerte. La pena le subió bruscamente desde las entrañas hecha una garra de hierro que le atenazaba el gaznate. Sobre el río oceánico cuyas espumas saltaban hasta sus pies locas del último repunte, sobre las aguas que parecían tiniebla líquida, no se divisaba más que una lucecita en el fondo, y esa luz hacía más siniestra la negrura.

A pesar de la creciente, pensó que talvez no estaría bastante alta el agua para morir ahogado en ella.

El lo remediaría. Desenvolvió de su cintura la faja, y llorando de horror, de rebeldía, de lástima de sí mismo, atóse aprisa los pies, enredó allí sus manos... y se dejó caer como un fardo.

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