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Edmundo Montagne

Agregó Pedro después de un rato molesto:

—No me decís nada?

—Te repuse que no quiero, que ya me has llevado una vez a ese baile y me basta, y que prefiero romper nuestra relación antes de volver. De modo que no hablemos más de eso.

El tono de Pastora era de inquebrantable decisión.

—Ya que es así, no hablo más ni me verás más —recalcó Pedro.

—Como gustes.

El mozo se echó con rabia el sombrero sobre los ojos, escupió a un lado, miró con mirar de puñalada a Pastora y se marchó.

La moza quedó en el umbral de la casa, como para desafiar en sí misma cualquier impulso de lanzarse a detener a Pedro.

Hacia adelante se alargaba la sombra del despechado mozo arrojada por el farol cercano sobre la solitaria vereda.

Sólo cuando estuvo bien distante, Pastora lo miró. No distinguió siquiera su espalda. Pero el movimiento del andar le bastó para reconocer a Pedro y sentir por él un rudo desprecio. Y aunque este sentimiento, alternando con su cariño de antes, le produjo una zozobra que la ahogaba, se sostuvo ahí, de pie, convencida de que procedía rectamente.

Creyó ver que Pedro, antes de doblar la esquina y perderse de vista, había mirado atrás.