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El cerco de pitas

Satisfecha de sí misma, se entró a la casa, y a medida que se acercaba a la habitación en que estaba su madre, fué sintiendo que una pena creciente y pesada iba ocupando su alma.

Comprendiendo que no podría contenerse, buscó soledad en el último patio y sollozó largamente.

Los momentos en que Pedro le había parecido un joven conforme a su aspiración de muchacha honesta, contrastaban debilmente con las horas de nervioso desagrado y total desilución pasadas ocho días atrás en un centro de dudosa moral, que daba sus bailes en un salón de la otra cuadra. Estos recuerdos ocupaban la mente de Pastora y aumentaban la conciencia de su desdicha.

Además, al comienzo de su relación con Pedro le tenían referido que éste había echado a perder a una moza que llevaba a bailar a ese centro. No quiso entonces considerar seriamente el chisme; pero ahora se le presentaba como una odiosa posible verdad. Y al admitirla, secaba enérgica su llanto, para, tras breve refreno, volver a llorar la pérdida de aquel a quien acaso juzgaba mal en un momento de extravío.

¡Ah! ¡pero no! Volvía a aparacer el rostro chato de Pedro, en otro malhadado momento en que quiso probar en ella caricias torpes que le repugnaban y que rechazó. En aquel momento, como si lo viera, los ojos saltones del hombre miraron más hirientes y fijos que de costumbre y mentón recio se le hizo más bestial.