II
127 Las reyertas entre doña Casilda y Pastora habían recorrido todos los tonos en sólo algunos días.
Para la madre, la hija era una imbécil, pues no quería ir a ese baile donde se vería con su cumplido cortejante. Para la hija, la madre era una torpe que no distinguía a las gentes. Le asaltaban horribles dudas de si doña Casilda era o se hacía la inocente. Una vez...
—¿De dónde saca Pedro para vestir como viste, siendo que no trabaja hace un año? — le preguntó de pronto Pastora.
Y la madre, aunque tartamudeó un rato largo, no supo responderle; pero gritó más que nunca, estallando en ira.
—No ve a la ingrata? — dijo a la vecina y amiga Manuela que entraba en ese momento. — Ahí está su vestido, que le concluí. Y ¿para qué?, dígame usted, ¿para qué? En vez de ser la primera del baile, dará tema con su ausencia a la burla de todas.
¡Eso es lo que le digo yo! — agregó rotunda Manuela, mirando a la rebelde, cuyos ojos llenos de desconfianza consideraban tan presto a la madre como a la amiga de un modo que las alteraba más.
La noche del sábado quedó ese vestido sobre una silla esperando en vano el cuerpo de Pastora.