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El cerco de pitas

"¡ Pedro!", y luego casi se desvaneció. Pedro había esperado que descendiera tras él del coche una mujer vestida con descocado lujo, sobre la que los ojos de los mirones se volvieron asombrados.

Era la mujer perdida a que se refiriera aquel chisme primero.

Cuando Pastora se creyó dueña de sí, volvió como sonámbula a su pieza, se echó vestida en la cama y tuvo semisueños y horribles pesadillas. A veces creía oir ruidos de tumulto, y veía arrojar a empujones del baile a Pedro, y que eran su hermano y otros hombres quienes procedían así. Luego Pedro hería con una daga a Agenor, e intervenía la policía y la ambulancia, todo ello en una revuelta infernal de mujeres y mozos. Pero despertaba, y un silencio de tumba la circuía. De la calle apenas llegaba el rumor de pasos de algún trasnochador. Y hasta pareciale que si aguzaba el oído percibiría la música del baile; sólo que el corazón seguía latiéndole con tal fuerza que se lo impedía.

Allá por la madrugada, que arrojaba en la pieza un vientecillo helado, entraron su madre y Agenor.

Tornaban silenciosos, como temiendo ser oídos.

Vieron la puerta del cuarto abierta y se admiraron. La madre hizo señas a Agenor que no dijera nada y habló a Pastora. Le pidió que se desvistiese y cobijara, que se enfriaría si no.

Pastora sintió con eso que un gran bien descendía sobre su pobre alma agitada y dolorida, y que