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Edmundo Montagne

ese bien le llegaba cálidamente hasta el fondo del ser, pues en la voz de doña Casilda, que era casi un ruego, notaba inconfundible el verdadero acento maternal.

Cerrada la pieza y acostados todos, un dulcísimo llanto rodó por la cara de la moza, mientras se iba durmiendo plácidamente en la seguridad de que había reconquistado para siempre a los suyos en lo más puro de su afecto.

El frío de la soledad quedaba afuera, y pronto se alejaría también de allí, corrido por los rayos de un espléndido sol y la actividad de los vecinos ya levantados.

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