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Edmundo Montagne

modestamente, se hacían ahora posibles. ¿Por qué molestar entonces a la sola hija que consolaba sus años, agobiadores ya?

La pieza tenía una ventana que daba a un barracón. El caballete no se movía del lindo golpe de luz que entraba por ella, ni Laura de junto al caballete. Corrientes de aire en invierno, excesivo calor en verano, no la perturbaban mayormente.

Sus inquietudes eran otras: el encarecimiento del color, cada pomo del cual casi le llevaba los ahorros de un mes; la carencia del dinero para alquilar local donde exponer sus obras que ahí permanecían arrinconadas unas sobre otras; el terror de ser rechazada otra vez del Salón...

Protección no esperaba de nadie. De sus hermanos y hermanas distantes, sólo Rafael se hallaría en condiciones; pero su mujer, tacaña, estaba alerta y lo impedía.

¡La mujer de Rafael! Laura no la pasaba ni con colador, según decía. Se le plantificaba frente al caballete y permanecía horas enteras tiesa, muda y seca como una estaca.

—¡Ah, sí? — respondía tan sólo a las esperanzas que le expresaba la madre y que ella sabía eran también las de la hija.

Aquel "ah, sí?" equivalía a "¡qué rara chifladura! ¡ vean las pretensiones!" En cuanto a las condiscípulas de la Academia, si alguna adinerada pudo exponer, dar motivo a la crítica y llegar al Salón, esa no estaba muy con-