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El cerco de pitas

vencida de que fuera humano hacer que lograra otro tanto una compañera como Laura, que pintaba cosas vulgares.

Esta última opinión era la de todas. Pero ninguna dejaba de ir a ver cómo iban esas "cosas vulgares".

E iban bien: no pasaba semana sin que un nuevo cuadro fuese concluído. Y sin enjugar los pinceles, Laura comenzaba otro.

A condiscípulas y condiscípulos, más que las bellas realidades que surgían de aquellas telas les fastidiaba la infatigable creación en que se engolfaba su autora. ¿Cuántos cuadros eran? A veces hacían el recuento. El chinito que monta en petizo blanco; el verdulero que ve tumbado el carro de su mercadería; el viejo negro con su largo tambor listado de azul; la muchacha en pleno sol junto a su tacho dejando el lavado para ver cómo el gato atisba a los gorriones desde la tapia... Y la enumeración no concluía, porque apuntaba el consabido:

¡Sí, pero con esos temas!...

Esos temas eran los del patio de la casa de Laura, los del barrio popular en que vivía, los del barracón hacia donde se quedaba mirando, en la hora cruenta del desaliento, cuando paleta y pincel se abatían y dos lágrimas ardientes como su fe, amargas como su infortunio rodaban lentísima's de sus inteligentes ojos claros.

Los desánimos, tan negros y hondos como bre-