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Edmundo Montagne

lidad! ¡el color por el color mismo! ¿Desaparecería para siempre del arte pictórico el alma humana?

El público asistente era numeroso. Sin llegar al tono furibundo de Liraico, los periódicos creyeron justo protestar y recordar "La Viejecita", indebidamente olvidada. Ese tole—tole había motivado un nuevo interés por el Salón.

Ya desesperaba de no dar con mi cuadro cuando un grupo de contempladores me lo indicó. Me acerqué y ví, y quedé maravillado. En la tela sin marco, fuera de la tela, mejor dicho, tal era su relieve, veía a la madre de Laura, a doña Concepción, sentada, como diciendo: "píntame, hija mía; aquí estoy tal como soy". Los claros ojos algo más grandes, menos inteligentes pero más sentimentales que los de su hija, esparcían la plácida luz de su mirada, la misma luz interior que parecía iluminar el rugoso rostro donde todo era energía y bondad.

El asunto de la viejecita era pues la misma madre de Laura.

¡Está hablando! dijo alguien tras de mí.

Volvíme. Deseaba no conocer a quien así exclamaba, pues sentía mis ojos excesivamente humedecidos por la emoción. Pero recordé: era una escritora que me presentaran en casa de la Dambré.

—Sí, señorita. Esto es un portento de sencillez y de intensa verdad.

—Sabe qué dice hoy La Palestra?

agregó.

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