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El cerco de pitas

Rita a su sobrina, la que recoge la jarra y permanece indecisa un instante, alargando un pañuelo ensangrentado a Nicanor.

—Señora, dispénseme...—se apresura a balbucear éste, tomando el pañuelo y deseando marcharse detrás de la moza.

—No. Vos podés pasar. ¿No estás de visita? Entrá, nomás: no andés titubeando. Te voy a dar agua para que te laves—ordena doña Rita indicando la casa.

El mocetón, con los pantalones manchados de tierra, la blusa rota a lo largo de una manga, la frente cruzada por un gran rasguño que mana sangre, el sombrero entre las manos desasosegadas, va adelante de doña Rita con aspecto de prisionero.

Al rato se halla en la cocina, inclinado sobre una palangana. Doña Rita, que lo observa, toma el primer mate de manos de Casimira.

—Dejá la leche— dice a Carmen que regresa y cepillale el sombrero. El rajón, eso sí, te lo llevarás como un recuerdo agrega para el mozo:

—así otra vez no me tomarás la casa a traición.

—Señora! — exclama el mozo suplicante, con la toalla en suspenso.

—¿Qué? ¡Ya, ya te comprendo! Te venís todos los jueves a ver a tu dama.

El carrero, todavía con expresión de súplica, permanece frente a doña Rita, mientras devuelve el lienzo y recobra el chambergo.

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