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Edmundo Montagne

él que todo intento de buen consejo. El, sin embargo, como siempre, quería demostrar que tenía razones para no atenderlo. Sacaba a relucir su último combate descomunal librado contra su hermano mayor, ante madre y hermanas espantadas. Trompis, insultos descalabrantes, cuchillos en alto, revólver pronto a hacer saltar los fraternales sesos... Y pagaba yo mi propósito moralizador con nuevas historias infamantes, pues él no paraba en simples baraundas caseras.

Ultimamente estaba ya fatigado. El buen mozo de tipo moruno que fuera, completado por la espesa barba que había decidido dejarse, carecía del aire elegante de antaño. La parálisis lo iba ganando. Sus grandes ojos, que acaso muchas porteñas recuerden por lo negros y bellos y porque eran dulces y altivos en el mirar algo cínico, tenían ya un poco de súplica cuando los amigos parecían no quererse detener. El no podía pasarse sin referir sus patrañas.

Un asunto que no cambiaba, que tal vez se hiciera crónico como su parálisis, lo ocupaba en los últimos años. Ese asunto se habría siempre de resolver al siguiente día. Era una transacción que le dejaría en el acto veinte mil pesos de ganancia. Mostraba el papel del contrato golpeando sobre él con los nudos de la mano. El gozo con que entonces reía descubriendo sus blanquísimos dientes entre la barba negra, era el de quien ha logrado una presa, un demonio de presa largamente perseguida.