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Edmundo Montagne

ñado el carrero, y sus dos nietos, que son la moza Matilde y el chico Perto.

La señora sola, desde trás de los visillos de la ventana, sin desearlo del todo, sabe el vivir de aquellas gentes. No son ni malas ni buenas; pero están encarnizadas contra ella.

Esta mañana lluviosa, que ha seguido a una noche de pampero y torrentes de agua caídos sobre la ciudad, la señora sola no abandona sus habitaciones ni para salir al patio. Vió que las aguas rodaban bien hacia el resumidero; que sus plantas, unas florecidas de blanco, otras purpúreamente, verdegueaban lustrosas bajo las gotas rumoreantes, y entonces se dijo:He aquí que arreglo mi alcoba, prendo el calentador del desayuno y me voy junto a la ventana a proseguir mi labor de aguja, mientras la lluvia cae.

Y así lo ha hecho. Y ahí está. Se ha llenado de un sentimiento melancólico por los seres y las cosas, a pesar de que las gentes del barrio la han obligado a retraerse así, y a pesar de que el primer rostro que ha visto es el de Josefa, su enemiga irreconciliable, quien acaba de dar las últimas órdenes a Matilde, la cual parte con un cesto bajo el brazo.

—¡Perto! grita luego con voz de trompetilla, metiéndose al barracón para librarse del viento que le arremolina las faldas y le arroja chubascos al rostro de harpía.

Imagina ahora la señora sola las posibles causas de la inquina de sus vecinos; y, como siempre