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El cerco de pitas

que lo ha hecho, no alcanza una, en cuanto a ella en persona se refiera, que dé la razón clara de esa odiosidad. Sin duda sus sirvientas, todas ellas torpes seres de paso por su casa, cumplieron siempre sus órdenes, con respecto a los chicos de la calle, de una manera dura, nada insinuante. Ella les hubiese pedido que no hicieran barullo junto a la ventana, que no mancharan el zaguán con cáscaras de naranja y maní, que no le rompiesen más vidrios, que no arrojaran piedras al perro, cuando era llevado a dar la vuelta diaria. Pero todo aquello lo hubiese pedido con gesto apacible, con actitud de persona que quiere ser amiga. Sus sirvientas, en cambio, encararon esas entrevistas con los chicos llamándolos ante todo "bandidos", "zafados", "atorrantes"; ellos contestaron con insultos y piedras; fué menester recurrir muchas veces a la policía; y, resultado de todo, ella no verá nunca llegado el día en que no la llamen "vieja loca", cuando, sin salir de la acera, saca un instante su perro, que ni persigue a nadie, ni ladra. Tiene observado la señora sola que, en tales momentos, los traviesos y más que ninguno la vieja Josefa, son presa de un insensato furor ante el contentamiento del animalito dedica do exclusivamente a su dueña. Parece que desearan no tuviese siquiera ese afecto humildísimo y fiel.

Ahí está el perrito, arrollado en un lecho de madera. Levanta de tarde en tarde sus ojitos vivos hacia su ama, moviendo la frente escasa en la que