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El cerco de pitas

pone de pie. Y... ¿qué vehículo se atreve a pasar por medio de la calle, en la que las aguas estancadas forman un lago? Tanto atrevimiento no es extraño sea aclamado desde ambas aceras, ahora, bajo la lluvia menos recia, por todos los pilluelos del barrio.

—¡Míralo al marinero!

—;Ché, ché: te vas a cái!

Perto, con una bolsa puesta a manera de capucha, viene navegando en una tabla, sirviéndole de botalón la caña con que la madre tiende la ropa en el fondo de la barraca. Bajo la bolsa, le tiembla el fulgor de los ojos y las fosillas de la naricita al aire, presa de la sensación del peligro que disimula con baladronadas. Va a llegar frente a la puerta de la casa:

— Siñore, vamo a bordo!—invita, imitando a los italianos boteros del puerto.

Las ovaciones aumentan. Sus camaradas saltan, golpean las manos, gritan, sin importárseles la lluvia que los cala.

¡Dale, dale! ¡Llegá a la esquina!

En esas, el botalón queda enterrado mientras la tabla avanza. Perto forcejea. Con tal de no perder el botalón, abandona el centro de gravedad, dando un paso hacia el borde de la tabla que, inclinada en esa dirección, primero lenta, luego súbitamente, cae sobre el chico, el cual queda bajo las aguas revueltas, después de soltar la caña al impulso con que lo sumergió aquel tumbo fatal.

TELE

MENTE

NAO

EVIDES