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Edmundo Montagne

¡Ay que se ahoga, que se ahoga Perto! ; Socorro—chilla y manotea la vieja Josefa, en la acera, a la orilla de aquel verdadero lago. Porque precisamente ahí está el hondón desde el cual suelen los chicos esconderse para tirar las piedras sin ser vistos.

Matilde, de vuelta, deja el cesto, y va de un lado a otro, desesperada.

—Tirémosle esta soga dicen acá unos muchachos.

¡Que se ahoga, que se ahoga! — continúa destemplada de aflicción la vieja Josefa.

—¡Ahhh!—prorrumpen con alivio los espectadores, ahora numerosos, al ver que, desde la otra esquina, entra en las aguas a caballo el primo de Matilde, a quien ésta ruega llorosa:

—Apurate, Santos; apurate!

Pero al grito de conmovente dolor dado por la madre de Perto que acude, vuelven todos la vista al sitio del hundimiento en que las aguas se agitan, y ven ir hacia allí, charco adentro, a una mujer de cabellos grises, y faz tranquila y enérgica, que avanza dificultosamente, las manos blanquísimas levantadas sobre la superficie.

—La vieja!...

En los labios de todos queda inconcluso por primera vez el apodo. Sólo el más de los pilluelos, en su inocencia, dice completamente:

—¡La vieja loca!

Ya llega el agua a las axilas de la señora. Ya