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Edmundo Montagne

el tranvía, tocóme sentarme tras ella. Durante todo el trayecto, tuvo por único horizonte su deliciosa nuca que vuelca sobre la impecable comba marfil del cuello, unos rizos, sus ricitos, caro mío, de un oro sutil, de un oro ilusorio. ¡Oh, qué nuca, estimado poeta, la de mi heroina, cuando viste con breve descote como ahora!

Iba ella inclinada sobre su libro, y yo sobre aquella atracción irresistible de sus rizos. Estos me hicieron olvidar el aspecto comunmente serio de mi damita, aspecto que contrastando como contrastaba con las chifladuras nobiliarias de sus novelones, me llevaron tantas veces a ser cruel en las mordaces sonrisas, en los solapados piropos que le dirigía. Ya sabes lo hiriente que soy, tú que has calificado mi rostro de volteriano.

Bien. Los rizos me exasperaron. Al llegar a la esquina en que ella desciende, la página de su novela describía la sin igual hermosura de una condesa. Había yo logrado leer eso. Con intención procaz le dije, mientras se incorporaba:

—La condesa es un susto al lado suyo.

Debi tocar en lo cínico. ¡Cómo me miró la joven! Lo hizo, caro Edmundo, con una mirada límpida, penetradora, en cuyo fondo había un severo, un imponente, un irresistible llamamiento a la seriedad.

Yo me sentí subir la sangre al rostro en una caliente oleada, y me desasosegué. Hubiera deseado desaparecer súbitamente, máxime cuando la ví