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El cerco de pitas

alejarse tras la esquina, con ese su modo constantemente formal. Mis miraditas de soslayo, mis implacables frasecitas agrias, todas mis persecuciones de mozo vivo, me parecieron una cobardía, una infamia.

¡Ah, qué austera mirada! Yo hice durante quince días mi viaje a pie por otra calle, para no encontrarme con ella.

Sin duda las novelas esas, que terminan siempre premiando al bueno y castigando al malo, no son tan de despreciar. Hasta llegué a creer que debieran ser las solas dignas de leerse.

Cuando volví a tomar el tranvía en el sitio de siempre, yo era otro hombre: lo sentía así. Me quedé a respetuosa distancia de la señorita. Le cedí la delantera al subir. Como antes de que pisara bien el estribo, el tranvía se movió, yo me ví precisado a sostenerla con mis brazos. Y dije dos palabras muy atinadas al guarda. Ella me agradeció con un sobrio movimiento de cabeza. Y ella, además, no sólo comprendió que éste tu amigo estaba conquistado, sino que me conquistó. Yo me hubiese conservado siempre a distancia, en actitud respetuosa. Pero, a los pocos días, cierta mañana apareció la joven acompañada de una señora, se acercó a mí y dijo:

—Mamá: este es el señor del tranvía de que te hablé. Tengo el gusto de presentártelo.

Yo me turbé, admirado, intrigado. Creo que diDuparc, servidor, y que dí la mano y je: