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EL CELAJE

L os perros del barrio, ladrando sin causa aparente, habían anunciado mucho antes la llegada de aquella manifestación. Una columna compacta de hombres pasaba, ondulante, clamorosa. Desde media cuadra de la calle que corta la gran arteria, Aída Flora, sentada en su balcón, se había incorporado para asistir con un fuerte sobresalto al desfile que parecía no tener fin y que renovaba en su corazón el violento latido al asomo de cada bandera roja. "¡ Irá ahí!", se decía, y miraba en redor de la bandera. "No: habrá pasado ya".

Y, en efecto, Damián Desvel había pasado: iba, como siempre, a la cabeza de la manifestación.

Así lo imagina Aída Flora momentos después, cuando el eco del rumor confuso de voces y músicas se hace débil y la esquina del gentio queda despejada.

Los ojos negros que se abrieran grandemente al ansia de espejar la imagen de Damián, se han velado ahora como si el cortejo proceloso hubiese de-