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Edmundo Montagne

jado en el espíritu de Aída Flora un sentimiento desolado y soñador.

—¡Qué enormidad de gente!

—Mucha contesta a la señora del balcón vecino, que se despide con una sonrisa.

Los padres de Aída Flora también entran.

—¿Te quedas? le pregunta la anciana, que sabe algo de lo que pasa en el alma de su hija.

—Un rato, mamá — responde. Y una sombra ligera y muy triste hace lívida la habitual palidez de su rostro.

1 Los niños de las casas pobres juegan ahora a la manifestación en la vereda de enfrente; pero Aída Flora no los ve, no los oye.

Sola en el balcón, recobra su silla larga y deja perder la mirada en el celaje rojo extendido inmensamente sobre las techumbres de la ciudad.

Es un púrpura intenso, rutilante, algo dorado, magnifico. El rojo de todas las banderas que han pasado parece haberse fundido allí para ser besado por el sol que se pone solemnemente. Así piensa Aída Flora, y cuando se da cuenta se pregunta si es amor o agradecimiento lo que la mueve a gloriar el color del emblema revolucionario que en los lejanos tiempos del dulce e intenso amor de Damián le causaba espanto.

¡Cómo la amó Damián Desvel, el que ahora, como quince años antes, estará perorando a la multitud, lleno de fuego y de fe! Qué pasión la de ella! Qué desborde de su alma a cada temor de