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Edmundo Montagne

pucho la ha olvidado, la tuvo el día antes. Era después de comer, entrada la noche. La Rosina, ágil en su bata roja, en su falda oscura y algo corta, en su calzado fino, habíase erguido y abandonado su puesto para ir al patio. No dijo, como de costumbre, "; buen proveccio!" No dijo nada. Callada y rápida salió, cuando hacía momento que Pepucho había dejado su acordeón sobre el asiento desapareciendo como por encanto. Y entonces Carmen, asaltada por un fuerte presentimiento, creyó que aprovechaban ambos el que ella se hallase sirviendo, entorpecida, fuente y platos en mano. Puso súbitamente éstos en el mostrador y se dirigió a la puerta del fondo, que había quedado mal cerrada.

¡Y apenas asomó, vió aquello!

¡Pepucho!—gritó, con grito que no pudo dejar de ser alarmante para los presentes.

Jugadores, bebedores, la vieja Isabel, madre de Carmen, que comía en la mesa del "cumpá" Vittorio, padre de Rosina, todos volvieron el rostro hacia la puerta del fondo, hasta que vieron a Carmen reanudar su servicio y a Pepucho recobrar su acordeón.

Después de un rato, la puerta del fondo se abrió, apareciendo en ella Rosina que, apesar de esforzarse para estar serena, tenía el fresco y atrevido rostro más rojo que la bata.

Así al menos lo vió Carmen.

—Li lalá, li lalá, li lalá...—recomenzó Pepucho, medio aturdido, el valse, al par que pensaba si Car-