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El cerco de pitas

men lo había llamado con ese grito para que la ayudase a servir o porque había sido testigo de la escena del beso bajo la escalera, a espaldas del viejecito cocinero.

39 ¡Oh, qué embromar!—concluyó en su pensamiento Pepucho.

Y Carmen tuvo que presenciar, hasta más de media noche, las ojeadas de soslayo que se cambiaban Rosina y Pepucho, durante la conversación familiar en torno de la mesa en que todos compartían la atención.

El "cumpá" Vittorio se establecería con un puesto de cigarrillos y libros, ahí nomás, a las dos puertas.

¡Qué mirada de fuego se cruzaron Rosina y Pepucho cuando el viejo dijo aquello, terminando con un " bravo, Vittorio!", de doña Isabel!

. Por todo ello, Carmen está hoy más sombría que nunca. Ve entrar a los parroquianos que tomarán su litro de vino, pedirán tabaco, gritarán como siempre. Pero nada de eso la acobarda. Ella sola, sin Pepucho, sin doña Isabel, cuyo reumatismo suele agravar, basta para servir al barrio entero. Lo que la aterra es pensar que de un momento a otro se oirán los pasos en la escalera encubridora, los pasos que indicarán que Vittorio y hija vienen a comer.

La zozobra dura poco, pues la reemplaza el tormento de la realidad.

Doña Isabel ha puesto los platos en la mesa. Y