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Edmundo Montagne

ahí están ya padre e hija. Y allí enfrente se ha sentado él, Pepucho, acordeón en mano, aprontándose a tocar, con lentitud estudiada, lleno de orgullo.

—Ma me dica, Pepucho. ¿E un altro acordeone?

Pare nuovo—interroga Rosina.

Pepucho sonríe triunfal.

¡Ah! Carmen ve y oye todo aquello, mientras va y viene llevando platos y vasos. Sabe por qué parece nuevo el acordeón. Pepucho dedicó todo el día transcurrido en dar brillo a las llaves y teclas del instrumento, en acicalarlo como a cosa sagrada.

¡Non si dimentica... il valso!—dice la Rosina, más por coquetería que por nada; pues sabe que Pepucho ha de comenzar por él.

—Li lalá, li lalá, li lalá...

Y no es una vez, son una infinidad de veces las que Pepucho toca esa pieza favorita.

Carmen siente que le sube a la garganta un nudo estrujador. A cada momento se halla a punto de decir a Pepucho si no oye que los parroquianos le piden "Il leone di Caprera", la marcha real y otras músicas de que gustan.

¿Qué? Se ha ido Pepucho al patio? ¿Esperó que ella volviese al mostrador para hacerlo?¡Ah!

¡Qué furor! También Rosina se va! Esta vez ve claramente Carmen que su rival, después de incorporarse y antes de irse tras de Pepucho, la ha mi-