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Edmundo Montagne

veridad. Y siente como que la caza del pájaro lo aturdirá un poco, haciéndolo fuerte para no caer en demasiada pronta confesión.

Agachado, quiere, con actitud de sierpe, llevar su mano de abajo arriba, junto a la cama, y, súbitamente, apresar al canario cuyo contentamiento le parece un desafío.

En estas, doña Dominga entra.

—Cierre, cierre, vieja. No se mueva.

¡No lo agarrastes!... ¿Dónde está?

—Ahí, en el respaldo de la cama. No se mueva.

¡Ajá, sí: lo veo! ¡Qué demonio, tan lindo!

¡A ver, Lola, movete: ahí nomás lo tienen y lo dejarán escapar !

Lola continúa sollozando, en su silla baja, cerca de otra en que dejó sus costuras. No se da por aludida.

Doña Dominga, sin moverse, ha descolgado de detrás de la puerta una toalla. Antes que dijera...

— Pancho, con esta toalla!... ya el mozo ha echado el manotón en el vacío. El pájaro, medio tocado en un ala, da su primer vuelo y se posa en la cornisa del ropero.

¡Oh!..exclama doña Dominga.

—No ves? Ayudá a Pancho, muchacha, y dejate de estar ahí, como una zonza.

—Deme la toalla— dice resuelto Pancho, alargando la mano serenamente, sin dejar de mirar hacia la cornisa.

Pero no bien toma el lienzo, el ave, creyendo