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Edmundo Montagne

que su otra mano continúe la vagante caricia entre la suntuosa cabellera negra.

¡Qué! ¿no lo tiene, el canario? ¿A qué sigue, entonces? — exclama Lola, desafiante, vuelto el rostro para mirar a Pancho, sobre el que sostiene una mirada indagadora. Aparece bañada en un abundante llanto súbitamente detenido. Pancho descubre en su mujer un fulgor de belleza desconocido hasta ese momento: ¡energía, ternura, dignidad! Sin apartarle la mano de la cabeza, a pesar de que Lola intenta rechazársela...

—Tome, vieja: tenga el canario, dice.

—¡Sinvergüenza! ¡Váyase a cazar afuera!

continúa Lola, forcejeando por apartar las manos implacables de Panchoopina doña Domin—¡Qué muchachos, estos!!

ga, llevando el ave a la jaula.

— Zoncita!

—¡Vaya, vaya!

Antes que el sentimiento torne a llenarla de lágrimas, impidiendo un último y fuerte movimiento con que Lola quiere esconder a esos efectos su rostro entre severo y compungido, la toma con sus dos manos de obrero forjador y comienza a besarla con estrépito.

Doña Dominga, que entreabre un postigo de la otra pieza para cerciorarse de que salta bien encerrado el canario en la jaula, murmura, al oir aquellos rumores de fogosa vida primaveral:

—Ya lo decía yo: ¡era un chubasco!