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Edmundo Montagne

se las cala, piensa que si aun la brisa estival, animándose y acariciándolos, no ha podido incitar a los niñós, no tendrá él mayor fortuna en ese intento. Sus nietos se hallan malhumorados. Sin embargo, antes de tomar posesión del banco habitual que está a la sombra del árbol, insiste con tono de cosa resuelta:

¡Bueno! Y no alejarse demasiado. Más bien en el césped.

Don León, si bien hombre de carácter, ha tenido que esforzarse para decir aquello. Se encuentra esa mañana quizá más pesaroso que sus nietos.

Ya en el asiento, cruzado de piernas, comienza a pasear su mirada por el diario. Pero ni la guerra lejana, en la que toma parte el pueblo de su raza, cruenta guerra cuyos episodios sigue con tanto interés; ni el incendio misterioso del magnífico salón de fiestas de caridad, asunto que está en boca de todo el mundo; ni la interpelación al ministro de justicia, tan calurosamente comentada en la escribanía en que él, don León, trabaja; nada le retiene la atención. Sus nietos están desconsolados: eso puede más que todas las cuestiones palpitantes.

Por sobre las gafas los ve alejarse lentos.

—Juguemos—pronuncia en vano Maruja, mirando de reojo hacia el abuelo con una expresión que dice: " Ves cómo, aunque estoy triste, yo los animo?" Pero bien ve el abuelo que aquello no va como siempre. Los pies minúsculos de Lina no se mue-